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Seconds (Plan Diabólico, 1966)

Seconds (Plan Diabólico, 1966) , un ensayo de J.P Bango

Publicado: 01/05/2008

Una segunda oportunidad

¿Te sientes derrotado por el vacío que define tu existencia? ¿Dónde quedaron tus ideales de juventud? ¿Deseas que la ventura te propicie una segunda oportunidad? Pienses lo que pienses, trata de no contestar a estas preguntas hasta que no conozcas la historia completa de Arthur, nuestro protagonista, también protagonista de Seconds (Plan Diabólico, 1966), una de las obras maestras que John Frankenheimer pergeñó en mitad de esa década prodigiosa, la de los sesenta, que encumbró su Cine y su leyenda en obras, tan sobresalientes como parcamente reivindicadas, como El hombre de Alcatraz, El mensajero del Miedo, El Tren o Siete días de mayo.

Cartel Seconds

Empieza por ignorar una llamada de teléfono a altas horas de la madrugada, justo lo que no hace Arthur, nuestro exitoso hombre de negocios, eterno aspirante al puesto de director general de un banco, casado con una esposa a la que ni se acerca, padre de una hija que vive al otro lado del continente. Arthur parece cansado: colecciona objetos materiales porque es lo único que le enseñaron desde siempre; sin embargo, su máxima aspiración vital, ya conseguida, apenas si le conforma como persona. Arthur Hamilton no solo coge el teléfono sino que acude a la dirección que en esa conversación le dictan. Cuando acude a la cita se encuentra con otra realidad en forma de promesa: si firma el contrato con una empresa ésta le fabricará una nueva vida, a conveniencia. Sus sueños más recónditos, al fin, podrán hacerse realidad bajo una máscara. Así que tras fingir su muerte (por cortesía de la Corporación) se somete a una serie de operaciones que rejuvenecen su aspecto y apostura, y se va a vivir a la playa convertido en un pintor bohemio y contemplativo, ávido cliente de aquella vida hedonista que su subconsciente siempre anheló conquistar.

Pero nada es lo que parece en este relato que bien pudiera haber sido parido por Philip K. Dick en lugar de David Ely. Arthur (John Randolph), travestido de Tony Wilson (Rock Hudson), pasará a formar parte de una comunidad perfecta pero impostada, repleta de tipos que como él han decidido hipotecar su futuro a cambio de una nueva vida. Una comunidad de renacidos (reborns) donde cualquier mención al pasado comporta poco más que una herejía. Y además Tony, encerrado en un cuerpo en el que aún no se reconoce, no puede olvidar su pasado ni mucho menos aceptar que su futuro dependa del capricho de una corporación; inmerso, pues, en un mar de dudas, no tarda en darse cuenta que lo que él siempre ha querido no es la comodidad que le ofrece su nueva vida sino la libertad, entendida como concepto abstracto, aunque este pensamiento vaya en contra de los principios de la propia empresa y, más allá de ésta, en contra de los intereses de los accionistas que la financian. Incitado por la nostalgia, intentará regalarse una nueva oportunidad alejada de las grandes empresas y las imposturas bohemias; creyéndose en el derecho de volverlo a intentar, Arthur sugiere a la Corporación la posibilidad de renacer de nuevo…

El fin del sueño americano

Seconds representa el fin del sueño americano visto desde la corrosiva visión del gran John Frankenheimer, un tipo proveniente del mundo de la televisión y, por tanto, educado en las servidumbres de la transgresión, sobretodo a nivel formal (y que aquí cuenta con la ayuda del fotógrafo James Wong Howe –oscarizado por este trabajo- y con su colección de grandes angulares, lentes deformadoras utilizadas especialmente para la ocasión -como la Fisheye de 9,7 mm.- y planos subjetivos adheridos a los hombros de los protagonistas, cuyas prestaciones incrementan la sensación paranoica que desprende todo el film). De hecho, no es difícil encontrar en un buen puñado de películas posteriores (como en Brazil de Terry Gilliam -atención al plano final de ambas películas-; Pi de Darren Aranofsky, Abre los ojos de Alejandro Amenábar o Cypher de Vincenzo Natali), referencias a esta película que no solo se adelantaba a su tiempo no menos de treinta años en el plano estético sino también en el ideológico.

Frankenheimer concibe una sociedad imperfecta e infeliz impostada en el epicentro mismo del american way life. Arthur es un empleado de banca taciturno a pesar de su éxito social, seguramente económico. La vida que esperaba no es la que tiene en un despacho donde destacan, expuestos en una repisa, los premios deportivos que ganara en su juventud. Su rostro aviejado y su orondo cuerpo, corrompido por el paso del tiempo y el conformismo, anhela una vida alternativa, idealizada, distinta. Pronto descubrirá que su deseo interno no es personal ni secreto: más aún, sabrá que otros detectaron antes esa necesidad (la regeneración) y la desarrollaron como otro negocio cualquiera.

La sociedad que presenta Frankenheimer se muestra, en este contexto, impiadosa, mercantilizando incluso los propios sueños. El hombre no es sino un peón subsumido en un Sistema que, por encima de todo, lo necesita como consumidor y como votante, y lo desprecia, en términos más que metafóricos, cuando ideológica e intelectualmente se asienta fuera de él. En este sentido, el hombre se sabe atrapado por una pesadilla kafkiana de la que resulta difícil desligarse sino es mediante la rebelión. Director y guionista no tardan en dejarnos claro que incluso la más de integrista de las revoluciones también forma parte del Sistema.

Los ritos y las corporaciones

Un ejemplo, podemos encontrarlo en la secuencia donde los protagonistas participan del Festival de la Uva: un clímax in crescendo, censurado, en su momento, por cuenta de los desnudos (ahora sabemos que su intención no era sino desviar la atención de otros epítomes más subversivos) que lo protagonizan.

Arthur/Tony conoce a Nora que, al igual que él aunque no de un modo tan drástico, trata de cambiar de vida. Ha abandonado a su familia y busca en la comunidad bohemia un nuevo clavo existencial al que agarrarse. Tras algún paseo por la playa, de marcado carácter insustancial, Nora logra convencer a Arthur para que vaya con ella a una celebración pagana, una especie de proto-convención hippie, con el vino y la cohesión con la naturaleza como leitmotiv. Al principio, Arthur no participa de los festejos ni de una romería festiva en franca alianza con la desinhibición y el destape. Sin embargo, Arthur es capaz de vencer las convenciones sociales que lo amordazan (no ya como banquero sino como organismo reprimido) y termina por mostrarse desinhibido, restregándose con Nora en el tonel totémico mientras el resto de la comunidad continúa con el ritual a ritmo de frenesí.

Pero será en otra fiesta, preñada de alcohol y excesos, cuando Tony descubra que Nora Marcus no es sino una pieza más de esa corporación que controla su vida, dándose cuenta de que incluso sus deseos más sediciosos forma parte de una fachada, de la misma mentira que ha empujado su vida hacia caminos definidos por la infelicidad. De repente, comienza a cuestionar sus propios deseos. La Corporación ha extendido sus tentáculos, también, hacia el subconsciente. La rebeldía, en manos del Sistema, lo parece menos.

Ciencia ficción y horror psicológico

En términos genéricos, podemos considerar Seconds como una película de Ciencia Ficción: Arthur se somete a una operación de cirugía estética que lo rejuvenece hasta convertirle, literalmente, en otra persona, representada ahora por Rock Hudson, por aquel entonces un actor asociado a personajes de galán. Sin embargo, el arquetipo que representa Arthur se sitúa más próximo al Fausto de Goethe que a Dorian Gray, si bien Arthur no empeña su alma a cambio de la felicidad sino de un contrato, siendo igualmente demoníacos aquellos que se ocultan en la letra pequeña del mismo.

Su existencia, idílica pero tristona, se convierte en una pesadilla, transmutando el relato de ciencia ficción médica (cuyos epítomes se asemejan a los de la nueva carne quince años antes de su definición) en una cinta de horror realista. De hecho, estamos hablando de una pesadilla cinematografiada que tiene su representación máxima en la secuencia en que Arthur intenta violar a una mujer, víctima de un estado de semiinconsciencia, en cualquier caso, autoinducido. En esta secuencia, casi dadaísta, percibimos que la Forma también encuentra su hueco en la función, subrayando la ideología última de una película empeñada en demostrar que la libertad individual solo existe en el ámbito de los sueños.

El concepto y la forma

Una de las grandes virtudes del cine Frankenheimer (y de su aliado en el apartado técnico, James Wong Howe) es la correlación del fondo con la forma, deformada cuando el protagonista se ve envuelto en ese mundo pesadillesco, y profundamente realista, incluso docudramática, cuando sus protagonistas se saben víctimas de la cotidianidad.

El tono turbador del relato se manifiesta ya desde sus títulos de crédito por cortesía de Saul Bass, que diseña un collage expresionista formado con partes de la anatomía de un rostro, aderezado de la herrmanniana sintonía de Jerry Goldsmith, que a punto estaba de componer una de sus bandas sonoras más recordadas (y sensitivas): la de El Planeta de los simios.

John Frankenheimer reúne, en fin, el talento de todo su equipo en torno a este argumento antimaterialista, construyendo un sinfín de secuencias antológicas (marcas de fábrica en su Cine: profundidad de plano, contrapicados, fotografía en blanco y negro), algunas de las cuales se revelan claves para comprender el talento audiovisual del director, como aquella que nos sube en la camilla que traslada a Arthur hacia un destino (in)cierto, rodeado de enfermeros, pasillos, párrocos y dudas.

El terror

Seconds se presenta, en definitiva, como un relato desesperanzador y cruel, poseedor de una resolución aterradora y rotunda, más propia de La Hora de Alfred Hitchcock, que de una película del hollywood clásico, y cuya naturaleza (por ejemplo, su mixtura genérica) explica su fracaso entre un público demasiado acostumbrado a los finales felices.

También podemos destacar su sempiterna consideración de obra de culto, nunca menor, eterna candidata a ser objeto de estudio, aunque solo fuera por su marcado carácter sociológico, testimonio de una época en plena expansión mercadotécnica… desde el punto de vista de sus cloacas.

¿No está mal para una tarde de domingo, verdad?

J. P. Bango (http://bango.blogia.com - El cronicón cinéfilo).

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awixumayita en 29/10/2009

una auténtica obra maestra.

Nicole tamayo en 12/05/2008

Que es una estupida istoria

Dr Zito en 08/05/2008

Una cinta maestra, olvidada y reivindicable. Que grande era Frankenheimer, y que radicalmente moderno.

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