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"La tolerancia como barbarie" (Lecturas)

Publicado: 18/03/2007

"La tolerancia como barbarie" es un artículo de Aurelio Arteta que forma parte de la compilación de Manuel Cruz "Tolerancia o Barbarie" (Editorial Gedisa, Barcelona 1998), conjunto de ensayos que desde el punto de vista del pensamiento filosófico moral y político reflexionan sobre la ambigüedad y contradicciones del ideal de la tolerancia.

La virtud humanista, moral y política encarnada en la tolerancia había sido hasta no hace mucho una conquista para la justicia civil, que veía amenazados los caminos de la libertad bajo la persecución y el desprecio de aquellas personas que mantenían ideas, opiniones o estilos de vida considerados como diferentes y peligrosos por representantes de la más cruel de las visiones intolerantes. La tolerancia tolera porque nunca ha renunciado al bien apropiado que se cuestiona.

Curiosamente, superada la primigenia etapa de aspiración y lucha, nuestro tiempo actual contempla el surgimiento de una situación donde lo terrible no es ya la intolerancia misma, sino la propia tolerancia. “La debida tolerancia mantiene una dolorosa tensión en la persona que accede a convivir en paz con quien, aunque dotado del derecho que él mismo le reconoce, ofende sus convicciones, [...] esta otra tolerancia protege a su sujeto de cualquier desgarramiento moral, porque comienza por privarle de toda convicción y del penoso trabajo de decidir en conciencia”. (pg 64) Una tolerancia abusiva, invisible y viciosa por antonomasia nacida en el seno de nuestro paisaje moral occidental. La primera gran novedad de este mal estriba en su planteamiento arraigado dentro de un esquema horizontal de la tolerancia, pues se trata de un problema que cumple con una condición jerárquica igualitaria para todos los individuos. No es tanto una tolerancia civil en el marco de una elaboración constitucional como una tolerancia social y cotidiana, incluso privada e íntima.

La falsa tolerancia, utilizando la denominación de Aurelio Arteta (Marcuse, Garzón Valdés o Bobbio tienen aportaciones en este sentido), se contrapone pues a una tolerancia genuina o auténtica. Unas veces conduce al escepticismo y la indiferencia, otras parte de la pura ignorancia, mientras que no son pocos los casos donde adolece de débil voluntad y efímero compromiso con el Otro y la sociedad, propio del hombre perezoso y cobarde. El miedo, la desconfianza, la burla, la pobreza intelectual, la confusión, la ignorancia o el conformismo sólo consiguen alimentarla. Discrepar, ofender o resultar dogmático e intolerante parecen los máximos temores del hombre falsamente tolerante. Poco a poco se forman sujetos carentes de voluntad e iniciativa: “el tolerante se instala en el firme compromiso de no comprometerse [...] abstención que contendrá dosis variables de buena voluntad o de cinismo” (pg 63) Arteta añade más: es contradictoria, porque termina por negar sus propios presupuestos; es vacía, porque su tendencia a tolerar todo acaba por eliminar la necesidad de tolerar; y es fácil y cómoda, sin riesgos. De este modo se allana la aparición de la barbarie en la convivencia civil.

El lenguaje es el primer receptor de esta falsa tolerancia, presentando claramente sus inequívocos lugares comunes. Expresiones tales como “respeto su opinión pero no la comparto” o “todas las opiniones son respetables” ocultan falsedad e, irónicamente, falta de respetabilidad, pues lo que reclama primariamente respeto es el individuo personal. El respeto sólo tiene sentido en el intercambio y el contraste recíproco y reflexivo de las ideas y las opiniones sin caer rendido ante los juicios de uno, sean erróneos o no. Y ello no significa atentar contra la libre expresión sino fomentar el juego maduro del diálogo, que puedo ayudar a mejorar y modificar nuestros pensamientos.

En situaciones de esta índole se manifiesta un desprecio por las ideas en general pues el epígrafe “todas valen por igual” vacía el valor de éstas. Lo básico parece ser considerar las ideas del otro con tal de asegurarme un tratamiento recíproco para con mis pensamientos, sean o no acertados. En unas circunstancias así, la argumentación o la discusión no tienen papel alguno, cuando no están incluso mal consideradas. Y cuando se transita más allá del espacio teórico y nos introducimos en el campo de los sentimientos la situación es análoga. Pero habría que tener en cuenta que ni todos los sentimientos valen por igual (¿cómo comparar la envidia y la compasión?) ni éstos están libres de una cierta racionalidad y una raíz que se puede educar. Por ello, “no es forzoso tolerar la emoción que nos parezca infundada o socialmente nefasta”.(pg 57)

En el fondo reluce una concepción jurídica que confiere las cuestiones acerca de los problemas prácticos y la legitimidad moral al terreno del Derecho, en el que lo valioso es lo válido. No hay juicio sino mero formalismo que cobardemente nos evita subyugarnos bajo la sospecha de ser intolerantes. Así llega “el triunfo indiscutible de lo normal, la normalidad y la normalización” (pg 59). Se elogia con la graduación de la excelencia al normal, a aquél del montón, sea mediocre o no, mientras que se persigue al “extraño”, a aquél que es diferente y se aparta de la normalidad. No es tiempo para héroes o santos: admirar lo superior es un pecado. Desaparecen los modelos morales a imitar y “la naturaleza universal, homogénea, anónima, espontánea e irreflexiva que caracteriza a la masa indica el tenor de nuestra cultura” (pg 75). El anónimo establece los criterios últimos de aquellos trascendentales clásicos.

En nuestra sociedad, el relativismo cultural, epistemológico y moral proclama que “ni hay jerarquía entre culturas o modos de vida, ni tampoco hay valores o prácticas que puedan reclamar validez o superioridad alguna fuera de sus nichos culturales o de sus límites históricos” (pg 60-61). Una falsa tolerancia toleraría así a una cultura que no tolera al otro basándose en prejuicios racista, sexistas y antiigualitarios. El escándalo y la indignación moral están condenadas. Y criticar una situación similar despertaría, en una visión como ésta , las sospechas del etnocentrismo, cuando no es sino apostar por legítimos valores universales racionalmente comunicables basados en la igualdad y la libertad.

En el contexto de la tolerancia democrática, la rigidez de las formas y las reglas se impone, si bien la apertura tolerante de los contenidos puede dar lugar a la acogida de resultados indeseables. Lo correcto sustituye a lo justo. La argumentación pública y el debate abierto entran en declive, porque la dialéctica resulta peligrosa. Todo reducido al voto y la mayoría incuestionable. El pluralismo mal entendido, en lugar de asociarse a “una tolerancia que haga llevadera y pacífica esta realidad” (pg 68), acusa y todo intento de unicidad resulta maquiavélico. La política es un fraude donde se está dispuesto a transigir sin contemplaciones ni razón a costa de la integridad de nuestras ideas siempre y cuando así lo exija una mayoría real o estadística. Las negociaciones no son sino la escenificación de una plaza pública cerrada donde muy pocos deciden y tratan los asuntos en los límites de la razón instrumental que finalmente tolera lo que sea necesario con tal de llegar al ansiado acuerdo. “Todo es negociable [...] todo resulta intolerable, incluso lo intolerable mismo” (pg 67). Los deberes parecen mitigarse mientras los derechos no dejan de crecer, lo suficiente para dar cobijo al gusto y la aspiración personal que muchas veces se esconde tras la máscara de lo popular. Los gobiernos no deberían aceptar sin más esta situación sin al menos partir de “la discusión o la deliberación pública, no de una vaga e irreflexiva tolerancia” (pg 69).

Por otro lado, Arteta disecciona la realidad del terrorismo político y la contraacción del Estado, donde el falso tolerante acaba por comparar y condenar ambos, pues “esa tolerancia que evita pronunciarse sobre la legitimidad de los fines queda incapacitada para condenar sus medios como se merecen” (pg 71).

Que la nuestra es una sociedad donde todo se equipara por igual sin juicio de valor no debe sorprendernos y es la marca de identidad de nuestro mundo del espectáculo: “pasividad y acriticismo serán las cualidades reclamadas a un espectador del que ante todo se zarandea su sensibilidad, no su razón” (pg 76). Más allá de la fijación de un marco y unos límites universales de lo tolerable, el papel de la educación es determinante para procurar el destierro de la barbarie. El principio de la autorrealización invocado por la falsa tolerancia educativa privilegia una búsqueda de autenticidad personal donde las virtudes se confunden con los vicios. Frente a la ignorancia, debemos apostar por el asombro y la curiosidad que nos impiden conformarnos con la simple e indiferente apertura a todo sin previa discusión como suma virtud moral. La responsabilidad pertenece a una tarea educativa, que para Marcuse “olvida la cuestión de lo que ha de ser reprimido antes de que uno llegue a ser un yo [...] pues el individuo potencial es primero un algo negativo [...] que exige represión y sublimación, consciente transformación”. Un buen punto de partida para formar genuinos tolerantes dispuestos a dialogar y razonar.

DAVID LÓPEZ GONZÁLEZ

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