A lo largo de su trama, K, el héroe solitario de “El castillo”, bregaba infructuosamente una y otra vez por acceder a las altas instancias que administraban una pequeña población alemana en la que, supuestamente, había sido contratado como agrimensor. Como concepto, esta idea sirve de punto de partida para justificar la telaraña expositiva de “Guilty of romance”, tercer y último capítulo de la Trilogía del Odio del japonés Sion Sono, otro indomable dechado de provocaciones en el que, más allá de su polémica disección de la sociedad contemporánea, subyace una cruel y fatalista lectura de la afinidad consanguínea.
Publicado: 23/06/2011
La inviabilidad de los tradicionales lazos afectivos y genealógicos, una tesis que no pocos cineastas asiáticos han convertido en tópico iterativo (en algunas ocasiones, con denodada inspiración, caso de la aguda conclusión de “Samaritan girl” de Kim Ki-duk), adquiere tintes grotescos e incisivos en este thriller impúdico y cáustico; pink cinema empapado en hemoglobina, parafilias bizarras, violencia descarnada y citas pretenciosas (Ibsen, Kafka), dotado de un cínico sentido del humor de trazo grueso e insertos melodramáticos puntualizados por instrumentos de cuerda. Con tal imbricación de materiales, Sono, todo un especialista a la hora de desarmar entramados familiares (con los tours de force “Strange Circus”, “EXTE” y “Love Exposure” como hirientes arquetipos), articula sin condescendencia su particular venganza contra la figura paterna (la lascivia enajenada de una hija como consecuencia de un amor sin contrapartida focalizado en un padre falto de escrúpulos).
Como eje de su ficción, el de Toyokawa toma partido por Izumi Kikuchi. Esposa devota de sonrisa perenne y perfecta ama de casa consagrada a costumbres ceremoniosas. Su marido, auténtico prócer del star-system literario nipón (el título de su obra más afamada, “The midnight zoo”, no podría ser más oportuno), puntual como un estudiante, regresa todos los días a altas horas de la noche, consciente de que le espera una morada impoluta, presidida por un orden intachable. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. La soledad del hogar espolea su silente frustración profesional y sexual, intensificando su acuciante insomnio. Aunque, irónicamente, considera que no existe dedicación más elevada que la de venerar a su cónyuge, movida por su gesto de consentimiento, se lanza a la calle con la determinación de contraer una responsabilidad laboral. Tras cosechar malos resultados en su primer ensayo, ofreciendo salchichas a los clientes de un supermercado, conoce fortuitamente a Eri, una mujer, de apariencia sofisticada, que le ofrece trabajar como modelo de desnudos; en realidad, un preludio de su coqueteo con la pornografía. En su odisea délfica, transita de la timidez y la inacción a la desinhibición y la praxis insolente. Sono se revela explosivo al respecto: en una misma secuencia, vincula el descubrimiento de su propio cuerpo frente al espejo y una escena de sexo en la que comparte lavabo con un desconocido, y la exaltación verborreica de su esposo durante la presentación de una novela. Todo bajo control hasta que se interponen en su camino dos personajes extravagantes. Por un lado, Karuo, un tipo enigmático, de empaque circense y carcajada compulsiva, co-propietario del Club Hechizado, un recóndito burdel en el que no impera precisamente la cordura. Por otro, Mitsuko Ozawa, profesora asociada del departamento de Literatura de la Universidad de Toto en horario diurno, prostituta desvergonzada en los trasnoches; huérfana de padre, la relación con su madre dista de ser convencional y engendrará alguno de los pasajes más caricaturescos de la película. Para enrarecer un poco más esta atmósfera de perversidad, el japonés, que, como Bataille, parece sugerir que erotismo y muerte son signos intercambiables, encaja tentadoras dosis de misterio (de inspiración verídica) en su retorcido puzzle, a rebufo de la intriga criminal de “Suicide Club” (el rol de Miki Mizuno rememora algunos tics del detective que interpretase Ryo Ishibashi), conectando el itinerario de Izumi con la investigación policial que rodea la aparición, en un ruinoso hotel del amor ubicado en el distrito de Maruyama, de un cadáver brutalmente mutilado y reconstruido como si se tratase de un maniquí, invocando inconscientemente la célebre muñeca del surrealista Hans Bellmer.
Revestida con una fachada de pérfida irrealidad (la estilización rococó de los primeros trabajos de Sono ha cedido terreno ante ilusorias gamas cromáticas que propician el temple fantástico de la cinta), tan hiperbólica como viene siendo habitual en su autor (algo desdibujado en esta ocasión), mientras da cuenta de todo tipo de excesos chocantes y subterráneos (hipoxifilia, voyeurismo despiadado, juegos sádicos, autopsias explícitas, descuentos para estudiantes adictos al sexo ocasional), pormenoriza sin tapujos la amenaza de autodestrucción que corroe nuestro vínculo más básico y el cariz sombrío de una colectividad cautiva de una sexualidad tecnificada, capaz, incluso, de infectar al lenguaje (“las palabras tienen carne”, enfatiza Mitsuko).
Más afín a “Cold fish” que a cualquiera de sus precedentes, esta historia sobre malas semillas y maldiciones que discurren por las venas, aun constituyendo una radiografía comunitaria extenuante y desproporcionada, lejos de los mayores logros de la filmografía de su director, no consiente un visionado sin fruición. Un guilty pleasure, en sentido estricto, surtido de sorpresas (previsibles) y provisto de la procacidad que fomenta el formato digital (en un viraje hacia la libertad creativa sin restricciones, similar al viaje emprendido por el coreano Hong Sang-soo), que se divierte jugueteando con el espectador a través de su desmedida picardía y su alambicada bifurcación argumental (una arquitectura narrativa que ya tanteó en “EXTE: Hair Extensions”). Y es que, la imagen de Izumi, poco o nada nos recuerda a la belle de jour buñueliana.
essay order en 29/06/2011
My mother adores this film.