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Rubber

Provocadora, irreverente, metalingüística, finalmente, divertida exploración de las claves prototípicas que, desde tiempos inmemoriales, definen al cine en su modalidad más evasiva, la tercera y más relevante película del músico francés Quentin Dupieux, Rubber, también proyecta una inteligente reformulación de dichas constantes en su vertiente más (auto)crítica, especialmente en lo que refiere a la descripción que realiza del público al que se destina este tipo de obras, (in)directo destinatario del mensaje que transmite.

Publicado: 26/10/2010

Robert es un neumático (por cierto: uno de los iconos cinematográficos del año) que resucita (sic), en mitad del desierto, embebido de venganza, poderes telequinéticos y conciencia de clase. Su personalidad es incuestionable a pesar de que su apariencia no pasa de ser otra que la de un trozo de goma recauchutada. A medida que va comprendiendo quién es (un ser animado), lo qué es (la secuencia en la que se mira en el espejo acaba de darle una nueva dimensión a su ser) y, sobre todo, lo que es capaz de hacer (especialmente con el pensamiento), avanza hacia un destino incierto cuyo horizonte muta justo cuando se encuentra con una joven de la que no tarda en encapricharse; si fuera un hombre (ya se encarga el espectador de rellenar todos los huecos a efectos de interpretación en este sentido) podríamos decir que lo hace a niveles enfermizos. En una colina cercana, y previo pago, se arremolina una caterva de espectadores (de perfiles tan característicos como reconocibles) que, prismáticos en mano, siguen de lejos las andanzas y desventuras del neumático de marras, siendo testigos –cuando no víctimas- de la naturaleza asesina de aquél que vigilan, naturalmente, sin saber que, ellos mismos, están representando una parábola sobre su propia existencia, como espectadores y como hombres (subsumidos ambos caracteres en una sociedad de consumo de marcado perfil lacerante).

Dupieux plantea, pues, en Rubber un diálogo constante —e intensamente subrayado— con el espectador (que no sale, precisamente, bien parado) al que enfrenta a un espejo (a ratos deformado, a ratos paródico) en el que poder mirarse. El resultado de este enfrentamiento dialéctico no deja títere con cabeza (nunca mejor dicho que en este contexto). Así las cosas, los límites de la ficción son continuamente traspasados, hasta tal punto que espectador y obra terminan fusionándose en un mismo corpus conceptual. Dupieux lo resume de forma práctica en aquellas secuencias en las que los personajes “reales” y los “ficticios”, es decir, los que creen que no desempeñan un rol predefinido y los que sí lo hacen, interactúan entre sí, incluso comparten planos en pantalla. De forma contradictoria, el discurso de Rubber, especialmente el más grotesco, va a necesitar de la complicidad de la platea (no es un asunto menor: pues es esa misma platea el destinatario único de dicho discurso) para alcanzar una efectividad plena. La moraleja es, finalmente, (de)constructiva: ambos interlocutores se necesitan mutua e ineludiblemente. Esa reciprocidad —y es ahí donde el mensaje de Dipieux adquiere un componente singularmente lúcido—, representa la esencia propia del Cine, aunque la mayor parte de las situaciones argumentales que lo definen se dejen dominar, claro, y es su punto de partida, por “la sinrazón” o la arbitrariedad.

La ausencia de sentido y el absurdo (ninguno de los dos caracteres aparecen de forma caprichosa) dominan, entonces, una narración que, de forma lejana, guarda no pocas concomitancias con la de Duel de Steven Spielberg, The Car de Elliott Silverstein o la estupenda (y nunca reivindicada lo suficiente) La Rebelión de las Máquinas de Stephen King. Cómo éstas, dota de personalidad (entrañable a pesar de los pesares) a un objeto. Vemos, pues, al neumático rodando sobre carreteras asfaltadas en dos direcciones, o vigilando a hurtadillas cómo se desnuda la chica de la que se está enamorando, o evitando entablar una conversación con un adolescente con dudas existenciales, cuando no explotando cabezas a diestro y siniestro con la venganza como peregrino leitmotiv u organizando una rebelión clasista que tiene tanto de liberación flemática como de reivindicación racial. Naturalmente, todas las imágenes y secuencias que propone el cineasta francés están ligadas, de forma inexcusable, con el surrealismo: en algunos casos, este extremo es llevado hasta el delirio (la rueda bebe agua en un charco, se baña en una piscina para refrescarse o se entretiene delante de la televisión viendo programas de fitness…), repitiendo una y otra vez un mismo esquema argumental no tanto para alcanzar una duración estandarizada, como ingenuamente se comenta, sino para redundar en su discurso primigenio. De ahí su manifiesta efectividad.

Rubber es, con todos sus ingredientes formales –que son pocos- y conceptuales –que son más subrepticios- lo suficientemente agitados como para crear controversia, una obra bizarra, desprejuiciada, delirante, iconoclasta, postmoderna: puro cartoon en formato disfrutable, singularmente perspicaz (quizá demasiado), especialmente apta para plateas cómplices y (pre)dispuestas; un ejercicio de cinefagia decididamente tronchante, quizá, en exceso, autoconsciente (lo que implica que subraye en exceso su cariz metalingüístico), en cualquier caso, un producto ideal para disfrutar en compañía (de otro adulto). Una película que se niega a sí misma, en fin, capaz de concitar reacciones encontradas pero nunca indiferentes o apáticas. No se puede pedir más a una obra protagonizada por una rueda.

J. P. Bango  

"Rubber" se proyectará en la Semana Internacional de Cine Fantástico y de Terror de Granada - Fantasmagoria 2010.

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