Definida por su minimalismo conceptual (dos cabañas, una selva de juncos, un hondo agujero en mitad del campo y una máscara de facciones demoníacas), Kaneto Shindo construye una parábola sobre la Guerra y sobre los demonios internos que la alimentan, travistiéndola de un triángulo amoroso cuyas aristas persiguen no tanto satisfacer sus deseos más primarios, el amor, el sexo o la necesidad de otro, como alguno de los personajes quieren creer, sino la supervivencia en un entorno abiertamente hostil, decididamente enfermizo. Se sirve, pues, Kaneto Shindo de estilemas de carácter alegórico para contarnos una historia de horror y de sexo, adicionalmente preñada de la misma podredumbre moral que exudan los personajes por todos sus poros en una sociedad cuyos principales bastiones (económicos, sociales y éticos) han quedado arruinados por una pertinaz reyerta bélica. En este contexto umbroso, regresivo, los hombres terminan convirtiéndose en bestias mientras acechan, hambrientos, a sus víctimas escondidos entre los cañaverales. Shindo propugna desde la independencia (no en vano, su grupo de trabajo, denominado Kindai Eikyö, se revela paradigmático en este sentido en el Japón de los sesenta) una alternativa en formato de horror bélico a lo que el gran Masaki Kobayashi refiere en su célebre “Trilogía sobre la Condición Humana”, también en términos auto-críticos (una constante manifiesta en el cine japonés de los años cincuenta y sesenta). La economía de medios, sin embargo, lejos de aplacar las pretensiones de Onibaba va a delatar la profundidad (y sentido) de su carga simbólica.
Todos los personajes se sienten víctimas de la guerra, en fin, pero a la vez se aprovechan de ella mientras exorcizan sus demonios bajo la tempestad no ya buscando una reparación económica que les aparte de la miseria, sino moral al convertir sus ejecuciones en un puro acto de despecho. El horror, epítome de referencia en la película, no forma parte de una estancia sobrenatural, como ocurriría en una kaidan eiga al uso, sino que surge del interior de uno mismo y se proyecta en el conjunto de sus acciones. En este sentido, si el horror es el primer síntoma de la guerra, el hombre se revela su más cruento e impertinente valedor; es la condición humana, entonces, parte y causa de su propia tragedia. En consonancia, en tanto que hombres los protagonistas son cómplices de la propia eclosión de un horror cuyos principales resortes algunos de estos personajes tratarán de compensar entregándose al sexo.
La tensión sexual, otra constante en la carrera de Shindo (p.e. Akuto, 1965), subyace en la totalidad del relato con parecidas intenciones a las pergeñadas por Hiroshi Teshigahara en la magnífica La mujer de las dunas, película coetánea a Onibaba (1964). Lo hace desde una perspectiva insólita en el cine de terror de los años sesenta en tanto el sexo no deriva de una tensión erótica sino de un deseo más hondo, expresado aquí en términos de manumisión. El sexo no es una herramienta mediante la cual se pueda conseguir un fin crematístico, como sí lo será en Kuroneko (1968), sino una vía (¿revolucionaria?) con la que los personajes se rebelan buscando un refugio liberador allí donde de otro modo solo encontrarían desesperación, hambre y ruina social. La sexualidad se asimila, desde este punto de vista, a una reacción natural que tiene que ver más con la supervivencia que con el placer. Es un medio de rebelión y también una medida paliativa que los personajes expelen para soportar su propia existencia en un hábitat, de veras, insano donde el folclore y, fundamentalmente, los elementos supersticiosos que lo definen, no solo van a formar parte de la idiosincrasia de los habitantes de la marisma sino que permanecen enraizados en su conciencia moral. Esta perspectiva nos sugiere, de hecho, que el sexo es la llave que utilizan sus protagonistas para poder burlar dicho miedo (en nuestro caso, lo representa el deseo de la mujer joven de ignorar la presencia del demonio enmascarado en mitad de la noche para poder yacer con el amante).
Como ocurre con La isla desnuda, la cámara forma parte del paisaje, incluso se funde con él. No adjetiva sino observa cómo los personajes se degradan fruto de sus pulsiones más primarias. La mirada de Shindo no admite ningún vínculo con la condescendencia; antes al contrario, evita el plano general para subrayar el carácter claustrofóbico del todo. La marisma se presenta en la pantalla, pues, como un ente inacabable del que es que es imposible escapar. Las vidas de los personajes, en fin, viven en ese entorno asfixiante y, a la vez, forman parte de él; son realidades indisociables. La constante presencia de un pozal (la tumba donde van a parar los restos de los muertos) en mitad de ese mundo entrópico va a revelar la estructura circular de un universo que no tiene principio ni final, ni puede traspasarse. No hay metáfora más desoladora cuando uno habla de la existencia; más aún, de su inexorabilidad.
Una pregunta flota en el aire: ¿cómo puede ser hombre un guerrero?, cuya respuesta es capaz de transformar el gran Kaneto Shindo, en una incontestable obra maestra, Onibaba, la cima del cine de terror japonés en su modalidad metafórica.
J. P. Bango
Nota: El cine de Kaneto Shindo fue objeto de homenaje en la pasada edición de Retroback con la programación de dos de sus obras más reconocidas: La isla desnuda (1960) y Kuroneko (1968).
essay editing en 22/06/2011
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