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"Son of a Lion" de Benjamin Gilmour inauguró anoche entre aplausos Cines del Sur 2008
Publicado: 31/05/2008
A diferencia de la relativamente decepcionante “La Boda de Tuya”, “Son of a Lion”, el film que ayer inauguraba la segunda edición de Cines del Sur, dignifica y responde claramente al espíritu de un festival que más allá de lo estrictamente cinematográfico propone una mirada sobre los males de un mundo globalizado en el que los muros de la intransigencia siguen levantándose en cuanto fronteras infranqueables para la tolerancia y el respeto.
En riguroso estreno en nuestro país, la cinta de Benjamin Gilmour, a pesar de la evidente sensación de déjà vu y de cierto maniqueísmo propio de una visión externa, es un retrato pertinente de las paradojas de la etnia pashtuns, un pueblo aislado en tierra de nadie en algún lugar extremo a medio camino entre Pakistán y Afganistán. Un emplazamiento tan distante al que sin embargo llegaron los inconfundibles logos comerciales de Pepsi, la producción made in Hollywood y las teorías conspiratorias sobre el fatídico 11 de Septiembre. Gilmour sin duda aspiraba con esta película a asombrar y conmover al espectador occidental que debe enfrentarse impasible a los debates de unas gentes que cuestionan, no sólo nuestra visión del mundo árabe, sino también las ironías que residen en las contradicciones de nuestras sociedades. Un pueblo que, aun forjado por los estallidos de su violencia intrínseca, considera la hospitalidad como uno de los más altos deberes a cumplir bajo la atenta mirada de Dios.
Para explicitar el conflicto entre la tradición y la apertura, y por qué no, entre generaciones, Gilmour deja recaer el protagonismo de su historia sobre Niaz, un niño de once años, huérfano de madre, al que su padre obliga a trabajar en su taller, en el que arreglan las armas olvidadas tras la guerra contra el ejército soviético. Conocemos este cuento cruel: si en una región del planeta los jóvenes perdieron su inocencia sin conocer más juego que la guerra y la única educación que reciben les servirá para distinguir sin problemas un M16 de un Kalashnikov, algo debemos estar haciendo mal. A pesar de las restricciones y la severidad de su progenitor, un antiguo combatiente, Niaz aún se permite soñar. Soñar con una escuela, con la música, con un porvenir ajeno a la cárcel ideológica que actualmente aprisiona sus ansias de aprender y descubrir. No es de extrañar que en cierto momento Gilmour quiera rescatar la magia de otros títulos en los que la imaginación y la curiosidad de un infante colisionaba con el hechizo que provoca esa fábrica de ilusiones que es el cinematógrafo.
Perdonándole incluso su desenlace excesivamente bienintencionado, posiblemente sea la humildad una de las mayores bazas de esta obra que anhela erigirse en reflexión sobre los recelos y la obcecación de todo fundamentalismo. Junto a su loable pretensión, no es menos destacable que Gilmour, valiéndose igualmente de los actores no profesionales, acerque lo máximo posible su objetivo a la acción, con primeros planos que en numerosas ocasiones nos introducen en la intimidad de aquellos que viven como refugiados. Carece de la complejidad conceptual de aquella “Making of” que disfrutamos el pasado año y que venía a radiografiar las carencias y las ambigüedades del integrismo, pero muy respetable en cualquier caso. El público aplaudió encantado y satisfecho: tal vez la moraleja haya servido para algo esta noche.